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Arreglando (Nuevamente) el Sistema de Seguridad Social en América Latina

By Shannon O'Neil

Veinte años después de que el movimiento de privatización de pensiones barriera América Latina, los reformistas están tratando de volver a ganar el respaldo de un público desilusionado. Shannon O’Neil, Asociada de Estudios Latinoamericanos del Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York, ofrece soluciónes.

Desde 1980 Chile ha estado a la vanguardia del debate sobre la reforma de seguridad social en América Latina, aunque no siempre favorablemente. Más de dos décadas después de que el entonces ministro del Trabajo de Chile, José Piñera, anunciara un innovador plan para cuentas individuales de ahorro previsional que prometió llevaría a “a una nueva realidad política, social y económica”, Chile está liderando a otras naciones latinoamericanas en una importante reevaluación. La presidenta Michelle Bachelet está presionando al Congreso para llevar a cabo una reforma fundamental del alguna vez elogiado sistema privatizado de pensiones. Irónicamente, muchos países que alguna vez se subieron con entusiasmo al carro de la seguridad social de Chile en la década de los 90, ahora nuevamente están siguiendo su ejemplo. Importantes reformas previsionales se han promulgado este año en Argentina y cambios similares se están analizando en Bolivia, El Salvador y Nicaragua, entre otras naciones.

¿Qué salió mal? El sistema chileno parecía prometedor en un principio. Tras años de vivir con un modelo público de pensiones “quebrado” y corrupto, los chilenos dieron la bienvenida al cambio y el país entero se benefició de la rápida expansión del mercado privado de pensiones, cuyos activos subieron a miles de millones de dólares a mediados de los años 80. Pocos dudan que fue uno de los motores del denominado milagro económico de Chile. La lección fue bien aprendida en otros países de la región. En la década de los 90, países tan distintos como México, Argentina y Bolivia habían adaptado el modelo chileno, a menudo con la misma retórica ilimitada. El entonces presidente mexicano Ernesto Zedillo prometió que la privatización haría el sistema de seguridad social “más justo, más sólido y más eficiente”. En Perú, el Gobierno simplemente señaló: “El futuro está en buenas manos, las suyas”.

Pero incluso mientras el ejemplo de Chile ganaba adeptos en el mundo, incluido Estados Unidos, estaba perdiendo respaldo de la gente cuyas vidas y seguridad financiera el sistema se suponía debía servir. Las encuestas de opinión pública durante las elecciones presidenciales del 2005 confirmaron la constante disminución del respaldo a medida que las optimistas expectativas frente al sistema privado comenzaban a desmoronarse. Para la mayoría de los jubilados, de hecho, las pensiones privadas no están resultando ser una alternativa llevadera.

Mientras la venta de empresas estatales genera enormes flujos de caja para las arcas fiscales, la privatización de las pensiones ha tenido el efecto contrario. A medida que los ingresos de las contribuciones de seguridad social se desviaban hacia las nuevas cuentas individuales administradas por privados, los gobiernos se quedaban con la responsabilidad por las pensiones existentes. El resultante “déficit” previsional puede tensar los presupuestos hasta el punto de quiebre. Las cuentas estatales de pensiones para la generación de latinoamericanos que está envejeciendo, fieles contribuyentes a través de toda su vida laboral, pueden variar entre un 1% y un 5% del PIB anual.

La esperanza detrás de la privatización era que estos gastos se reducirían con el tiempo. Pero no resulta evidente que las obligaciones previsionales del Estado se reducirán en el corto plazo. En Chile, 27 años después de que comenzara la privatización, el gasto fiscal en pensiones -ahora en un 4% del PIB anual- aún tiene que declinar. Los expertos destacan que dado que las cuentas privadas no están satisfaciendo las expectativas, una importante cantidad de trabajadores seguirá dependiendo de la ayuda del Estado. Así, es poco probable que los desembolsos públicos caigan significativamente. Además, los niveles de cobertura siguen bajos. Pese a las promesas, el sistema privado no atrajo a nuevos actores. Quienes tenían la opción –incluidos casi todos los trabajadores independientes- optaron por mantenerse fuera del sistema. En promedio, menos del 40% de la fuerza laboral latinoamericana forma parte del sistema de pensiones.

El menor entusiasmo de los latinoamericanos ante la administración privada de las pensiones refleja, en parte, la amplia desilusión de la región antes las reformas neoliberales del mercado. La principal lección, como en general han demostrado las políticas neoliberales, es que los mercados por sí solos no pueden proveer bienes públicos. Mientras las cuentas individuales siguen siendo una poderosa herramienta financiera, la privatización de la seguridad social no soluciona muchos de los profundos problemas de las economías latinoamericanas. Y tampoco entrega seguridad en la vejez.

Estos límites explican la nueva ola de reformas. Muchos de los cambios que se contemplan -incluidos los de Chile- dejan intacto la estructura básica del sistema. La diferencia crucial, sin embargo, radica en el renovado rol del Estado.

Políticas Previsionales

Al eliminar del dominio público el control sobre los beneficios de pensiones, los encargados de la reforma estimaron que se pondría fin a la “política de pensiones” en cuanto a los pagos así como el sistema en general. Pero casi tres décadas de gestión privada de pensiones en Chile, y de experiencias similares durante la última década en otras naciones, sugieren que en ambos casos se trataba de un sueño imposible.

Los arquitectos de la privatización en Chile, y en otras partes, consideraron que el nuevo sistema podría satisfacer las necesidades financieras de la mayoría. Las últimas evaluaciones del Ministerio de Hacienda de Chile indican ahora que al menos la mitad de la población no ahorrará lo suficiente en sus cuentas individuales para satisfacer el nivel mínimo de pensiones (las proyecciones de la OCDE estiman esta cifra en un nivel aún más alto situándolo en un 60%). En definitiva: las cuentas privadas de pensiones en promedio no están creciendo tan rápidamente como para proveer un nivel básico de vida a los pensionados. Ningún Gobierno, cualquiera sea su postura política, permitirá que la mitad de la población de tercera edad se hunda en la pobreza. De modo que la política -y el Gobierno- está reclamando su territorio. Estos nuevos costos de las pensiones públicas en Chile podrían llegar incluso a un 5% del PIB anual, según la OCDE y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

En este sentido, Chile no es un caso excepcional. Las estimaciones preliminares de instituciones multilaterales y financieras sugieren que otros países latinoamericanos enfrentarán un dilema similar a medida que sus sistemas maduren. Esto traerá a los congresos de vuelta al panorama a medida que nuevamente crean un beneficio público básico para la mayoría de los jubilados.

Si las promesas fiscales de la privatización de las pensiones fueron exageradas, también lo fueron las expectativas de que los gobiernos podrían eliminar las disputas políticas al transferir la carga previsional al sector privado. En cambio, las reformas simplemente trasladaron el poder político de los ministerios de gobierno a nuevas agencias reguladoras. Las decisiones de esas agencias darían forma al desarrollo de la industria de fondos. La acumulación de ahorros y los futuros beneficios de la jubilación inevitablemente se convirtieron en campos tensos para los grupos de interés que hacen lobby. Dada su experiencia, los administradores de fondos de pensiones fueron excepcionalmente hábiles para influir en el proceso, en particular durante el período de puesta en marcha. “Realmente no hubo diferencias entre los fondos de pensiones y sus reguladores”, admitió un funcionario del ente regulador chileno. El titular de la Asociación de Administradores de Fondo de Pensiones(AFP) del país concuerda con este sentimiento, con inconfundible orgullo. Este ejecutivo destacó que una de las reformas legislativas que los reguladores manejaron con éxito a través del Congreso chileno fue de hecho escrita por la industria de fondos de pensiones. No es difícil entender por qué los chilenos, así como también las alguna vez esperanzadas poblaciones de otros países, creen que en realidad nada ha cambiado mucho.

El descontento resultante colocó a la seguridad social en un punto alto de la agenda política a lo largo de América Latina. En Argentina, los candidatos al Congreso ganaron aplausos en el 2003 y en el 2005 prometiendo permitir un “libre regreso” al sistema público. En México, el ex candidato presidencial en las elecciones del 2006 Andrés Manuel López Obrador prometió ampliar su popular programa universal de pensiones de Ciudad de México, si era elegido. La política, si bien nunca termina, ahora está volviendo a la arena legislativa con una represalia.

Promesas Incumplidas

La idea original detrás de la privatización era evitar la bancarrota de sistemas tambaleantes bajo el peso de generosos beneficios y una demografía poco favorable. Si bien el motivo es justificable, está cada vez más claro que la privatización no puede reemplazar completamente un sistema público tradicional diseñado para repartir el riesgo de manera equitativa a través de toda la población nacional. Los sistemas públicos establecen pisos (además de techos) a las pensiones con el fin de garantizar que quienes reciben bajos sueldos tengan suficiente para seguir viviendo por el resto de sus vidas. En contraste, las pensiones privadas reparten el dinero (y el riesgo) a lo largo de la vida de cada individuo. Los jubilados reciben pagos basados en el valor acumulado por la inversión de sus ahorros. Lógicamente, quienes tienen altas remuneraciones se benefician en mayor medida que quienes tienen sueldos más bajos. Se supuso que las cuentas entregarían suficiente para todos. No obstante, en América Latina, las cuentas privadas en la práctica simplemente no crecieron como se esperaba. Acá la culpa reside en los altos cobros de comisiones, las bajas e inconstantes contribuciones y las rigurosas regulaciones gubernamentales que afectaron las carteras de inversión. En consecuencia, millones de trabajadores están llegando al final de sus carreras sin suficientes ahorros para jubilar.

Los arquitectos del plan chileno prometieron que las pensiones serían casi equivalentes al nivel de los salarios, pero el FMI ahora prevé que las pensiones de jubilación de los trabajadores chilenos en el sistema privado no promediarán más de un 40% de sus salarios previos, muy por debajo del mínimo necesario para mantener confortablemente a los adultos mayores. Aún peor, según las estimaciones del FMI, casi la mitad de todas las chilenas y un cuarto de los hombres de dicha nación recibirán sólo el 20% de sus salarios al jubilarse, lo que virtualmente asegura que la jubilación los hundirá en penurias. Ahora que los latinoamericanos viven más -cerca de 72 años en promedio- las estimaciones preliminares de otros países se hacen eco de estas preocupantes tendencias.

Los escollos y limitaciones de las cuentas privadas de jubilación han impulsado incluso a partidarios incondicionales del sistema, como el Banco Mundial, a instar para que se hagan cambios tales como la expansión de la cobertura y un incremento de las contribuciones. La anticipación de los gobiernos y de las instituciones multilaterales plantea la pregunta de si los fondos privados de pensiones con el tiempo se abandonarán simplemente como una mala política. La respuesta rotunda es no. Pero la próxima generación de reformistas tiene mucho trabajo por delante.

Hay que partir por reconocer que el propósito clave de la seguridad social no es mejorar los indicadores macroeconómicos. Hasta ahora los mayores beneficiarios de la privatización del sistema previsional han sido los mercados financieros de Latinoamérica. En Chile, los activos de los fondos de pensiones suman en la actualidad un total de US$90.000 millones, y en México, llegan a más de US$60.000 millones. En Bolivia, Perú, El Salvador y Colombia los fondos bajo administración hoy en día oscilan entre un 10% y un 20% del PIB. Invertidos principalmente a nivel local, estas vastas cantidades de dinero alentaron el desarrollo de los mercados locales de bonos y acciones, financiaron las expansiones de empresas nacionales e impulsaron los mercados de créditos hipotecarios para la vivienda.

Mientras los activos de pensiones estimularon a los mercados de capital, su impacto sobre las tasas de ahorro nacional está abierto al debate. Pero el desafío es hacer que los mercados satisfagan las necesidades de la clientela que originalmente estaban destinados a atender: los propios pensionados. Las altas comisiones de administración han sido un factor clave en las anomalías del sistema. Las contribuciones bajas y erráticas de los participantes han colaborado al débil crecimiento de las cuentas de ahorro de pensiones, y las normas gubernamentales excesivamente estrictas para las carteras de inversión individuales han hecho que el sistema sea demasiado complejo para los trabajadores comunes. Debido a estas fallas así como también al diseño de fondo del sistema, las cuentas privadas simplemente no están proporcionando beneficios adecuados para la vejez en la más amplia población.

Es necesario que los reformistas entiendan además el hecho de que la seguridad social siempre involucrará a la política y de este modo debieran hacerla tan incluyente como sea posible. Esto evitará que cualquier grupo de interés “capture” a la agencia reguladora, y entregará más respaldo al sistema. Algunos gobiernos ya han entendido este mensaje. En países donde grupos de interés clave como las empresas, los sindicatos laborales y las organizaciones de jubilados han ocupado un puesto o han tenido un rol de observador en las agencias que administran las pensiones privadas, el sistema mantuvo un mayor espaldo desde el comienzo.

México y Uruguay están entre los países que hicieron esto. Las encuestas de opinión, a su vez, muestran una mayor satisfacción con estos sistemas de seguridad social. Uruguay, quizás el país más escéptico frente al modelo neoliberal en América Latina, muestra una mayor disposición pública a “comprar” el sistema de pensiones administrado por privados que sus contrapartes del Cono Sur. En estos casos, los sindicatos y las organizaciones de pensionados han optado por usar su acceso burocrático para dar forma al sistema desde su interior en lugar de cuestionarlo desde la arena legislativa.

En tanto, en países donde los múltiples grupos de lobby siguen excluidos de la administración del sistema de pensiones -Chile y Argentina, por ejemplo- el descontento está creciendo. En Argentina, la vehemente oposición de los sindicatos laborales y de las organizaciones de jubilados llevó a una legislación en febrero pasado que permite a los trabajadores optar por retirarse del sistema privado y unos 300.000 ya han optado por regresar a los planes de pensiones públicas. La Administración Nacional de la Seguridad Social de Argentina, ANSeS, creó en 1998 un consejo consultivo para representantes de pensionados. El administrador a cargo de este órgano pregona sus beneficios, señalando: “Con su creación, las marchas de protesta en contra de la ANSeS desaparecieron. No hemos tenido ninguna”. Haciendo caso omiso a estas voces, en el sector privado -por el contrario- han puesto en duda el futuro de la industria de fondos de pensiones en Argentina. En un fuerte contraste con esta nación, el mercado privado de pensiones sigue intacto en Uruguay, incluso bajo el Gobierno del izquierdista Tabaré Vázquez.

Lecciones para el Futuro

Cada vez más legisladores han reconocido que el éxito de los sistemas de seguridad social administrados por privados requiere una participación fuerte y efectiva del Estado. Los gobiernos a lo largo de la región han mejorado su capacidad fiscalizadora mediante la contratación de personal que cuenta con doctorados y mediante el establecimiento de departamentos de investigación. La meta, como expresa un funcionario chileno, “es ser el poder con mayor preparación y conocimientos dentro del gobierno”. Una visión más profesional, complementada con la mayor participación de los grupos de interés, ya ha comenzado a reducir la influencia de los administradores de fondos de pensiones sobre la “política reguladora” del sistema de pensiones de Chile.

Aún se requieren más cambios a los sistemas privados. Los fondos de pensiones a lo largo de la región siguen fuertemente invertidos en bonos públicos. En México, por ejemplo, los papeles del Gobierno representan cerca del 80% de todos los activos del sistema. Esta concentración genera dudas sobre la naturaleza “privada” de las pensiones, ya que casi la totalidad de estos ahorros están efectivamente vinculados a instituciones públicas. También genera dudas sobre el tipo de “gestión de inversiones” que realizan los fondos que cobran altas comisiones por actuar esencialmente como corredores de emisiones gubernamentales. Finalmente, tales inversiones perjudican los rendimientos y el crecimiento de las cuentas de los fondos, en particular con la reciente baja en las tasas de interés a lo largo de la región. El Estado tiene un importante rol en la revisión de las regulaciones y en la provisión de incentivos para una mejor administración financiera y carteras más variadas.

Pero más importante que estos cambios regulatorios es el fortalecimiento -o la reafirmación, en algunos casos- del rol del Estado en la planificación de la seguridad social. Los administradores privados de fondos de pensiones debieran dar la bienvenida a este cambio. Al proveer para aquellos que el mercado no cubre -en especial cuando representan una mayoría de los votantes- una red pública de seguridad suavizará la oposición a la administración privada. Este modelo más sustentable en definitiva beneficiará los intereses del mercado. La Asociación de Administradores de Fondo de Pensioneschilena reconoce esta realidad política y respalda públicamente las pensiones provistas por el Estado para los segmentos “más pobres” de la sociedad (definidos como el 60% de la población). Otros ejecutivos de la industria debieran seguir el ejemplo. Pese a quedarse con una parte más pequeña, significará un pastel financiero más estable.

El nuevo pensamiento sobre las pensiones ofrece una forma de abordar las limitaciones del modelo privado de seguridad social sin tener que desmembrarlo. Sin importar la reciente legislación en Argentina, es poco probable que las pensiones privadas desaparezcan. Las cuentas individuales son un factor importante en el continuo crecimiento financiero de la región. Pero combinadas con un sólido componente público, los sistemas de pensiones pueden cumplir con su rol social más importante: aliviar a la actual generación trabajadora de la carga de sostener a los adultos mayores y permitir a las generaciones más jóvenes posponer su ingreso al mundo laboral y seguir en el colegio.

Establecer una red de seguridad efectiva es aún más vital a medida que América Latina envejece. Aunque aún es relativamente joven, la región está pasando rápidamente hacia un perfil demográfico más viejo. Los próximos 30 años entregarán un “bono demográfico”, un tiempo con pocos hijos dependientes (debido a tasas de natalidad más bajas) y una cantidad aún baja de adultos jubilados. Los países del Este de Asia atravesaron este período en las últimas décadas, aprovechando la oportunidad para lograr espectaculares tasas de crecimiento y para mejorar de manera permanente la calidad de vida de sus sociedades.

Pero para seguir este camino, las naciones latinoamericanas también deben invertir en capital humano y físico. Mejorar sus redes de seguridad social -incluidas las pensiones, el cuidado de la salud y otros programas de asistencia- es esencial para este proceso. El tiempo es vital, porque América Latina necesita volverse rica antes de ser demasiado vieja para garantizar un mejor futuro para sus ciudadanos.

Shannon O’Neil es Asociada de Estudios Latinoamericanos del Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York además de profesora adjunta asistente de Ciencia Política y académica invitada del Instituto de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Columbia, Nueva York.

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